Este texto se realizó como parte de la materia Taller de Crítica de Arte en la Facultad de Artes de la UABC y fué presentado por Sergio E. Robles Ruiz.
Mucho se ha escrito sobre la lucha libre mexicana desde su introducción a México en 1933 por Salvador Lutteroth, considerado por muchos, como el “padre” de esta disciplina en tierras mexicanas: Es folklore, es identidad, es reflejo de la vida diaria del mexicano.
Es por esto, que a la lucha libre mexicana se le coloca entre las más mexicanas de las expresiones culturales. Así lo atestigua el decreto realizado en Julio del 2018, donde se declara a esta disciplina como patrimonio cultural intangible de la Ciudad de México y una “expresión de identidad cultural de los capitalinos”, y que seguramente, en un futuro muy cercano, este decreto se dará a nivel nacional.
Pero ¿Es solo eso la lucha libre? ¿Soporta un análisis distinto? ¿Podemos acercarla a otras disciplinas artísticas?
Permítame en este momento presentarme: Quien escribe estas líneas es un actual estudiante de artes plásticas es seguidor desde pequeño de la lucha libre, pero además, inmerso en la disciplina luchistica del 2010 al 2015, sin contar el periodo de entrenamiento previo a mi debut como luchador profesional, y del cual, espero y quede un registro en la H. Comisión de Box, Kick Boxing y Lucha Libre del municipio de Ensenada, Baja California.
Es por eso que, navegando los mares de la lucha libre y del arte por separado, hoy me propongo amalgamar estas dos disciplinas y compartir mi punto de vista personal, pero buscar más allá del folclore -que es siempre el adjetivo que se le atribuye a el llamado “arte del pancracio”- para mostrarla como una acción que es impensable sin la complicidad del público que gusta de ella y asiste a las arenas.
El happening, dentro de la disciplina de las artes plásticas, se refiere a un acto que “establece una relación estrecha con el público, inmerso, generalmente, en los espectáculos, reclamando su participación. En el happening intervienen, además, tres medios expresivos: el plástico-visual, el musical (sonidos y ruidos) y el teatral (monólogos y diálogos)”.
Aquí, y de acuerdo a esta definición dada, vemos el primer acercamiento de la lucha libre a un happening, la parte plástica visual, y sin duda, el más fácil de acceder: la vestimenta, o, en el argot de la lucha libre, el equipo.
Aquí es donde inicia la transformación del participante -como si de un performance se tratara-, se deja atrás una identidad y un nombre, para convertirse en alguien -o algo- más. Aquí se toma el papel de bueno o malo, rudo o técnico, e inicia el acto luchístico.
Cabe destacar que esto inicia mucho antes de la presentación al público. Al igual que un performance, hay una preparación previa, y que es muy común que el asistente pase por alto. Esto puede incluir quién saldrá primero al ring, la música de entrada, que equipo será portado, cuál será la actitud a tomar hacia el público, cuál es el “estado” del publico, si está callado, si esta participativo, alegre, entre muchas otras características.
Precisamente, la parte de la interacción con el público es donde happening y el acto luchistico se unen: Jamás la Lucha Libre será aislada y jamás el luchador lucha para sí mismo.
Esto se inculca a los futuros luchadores desde los primeros días de su preparación, donde la indicación es siempre tomar en cuenta al público. En la mayoría de los casos, salvo algunas exepciones donde el espacio es quien que decide, un cuadrilátero tiene público en sus cuatro lados. El llevar la acción hacia un solo lado del espacio físico, deja en situación de desventaja a los otros tres, y en automático, los priva de la apreciación del espectáculo.
Algo muy importante, que seguramente al no entrenado o nuevo aficionado a la lucha libre le es casi invisible y es precisamente donde, si se hace de manera correcta, el happening toma lugar: la actitud de los luchadores hacia el público va cambiando dependiendo del desarrollo de los primeros encuentros. Como mencioné en párrafos anteriores, desde los vestidores se va formulando el desarrollo del evento, pero este no es inamovible. Al finalizar los primeros encuentros (las luchas preliminares) siempre se da un intercambio de preguntas y respuestas entre los participantes sobre el público principalmente. La respuesta puede ser “esta muy apagado, hay que meterse más con ellos”, “están bien prendidos” o están “bien muertos” entre muchas otras expresiones intermedias. Aquí viene la primer decisión importante ¿Como modificar el comportamiento, para favorecer al espectáculo o, en su defecto, para que este no decaiga? Aquí, aunque la respuesta parece obvia, que sería, mejorar el desempeño sobre el ring -y que en efecto, es parte de esa solución- no lo es.
La mayoría de las veces, la solución es la interacción con el público. El malo -rudo- puede optar por ensañarse con el bueno -técnico-, para apelar a la indignación natural del espectador, sobre todo, al espectador mexicano. Romper la máscara, golpeo excesivo, el uso de dispositivos -que abordaré ampliamente más adelante-, uso de castigos y movimientos ilegales -prohibidos en el reglamento, pero permitidos en pro del espectáculo- como la superioridad numérica (Dos o tres luchadores contra uno), golpes con el puño cerrado, o golpes en zonas del cuerpo prohibidas, son algunas de las herramientas que utiliza el luchador rudo para provocar a la multitud y hacerla parte de este happening.
Una situación que también se da, es un público dividido. Una parte de este sigue el espectáculo y está “adentro” (también, parte del argot luchistico) pero otra parte no está en el espectáculo. A veces, la solución es explotar a ese público que si esta siguiendo todo el desarrollo de eventos. Acercar al luchador técnico a esa sección del público y utilizar las herramientas -legales o ilegales- mencionadas anteriormente, pero además, aquí puede existir una interacción verbal, y que puede apelar a distintas situaciones, según el luchador evalúe: ¡Y asi le pego a mi vieja tambien!, ¡Callese pinche gordo!, ¡Vayase a la cocina señora! y demás cosas que el participante juzgue necesario.
Cabe destacar aquí la actitud del espectador. Quien asiste a un evento de lucha libre, va con cierta expectativa y sabe que puede pasar y que no. Si bien, un insulto de ese calibre -los mencionados anteriormente- fuera de una arena de lucha libre son motivo para un enfrentamiento -verbal o físico-, dentro de la arena no lo son. Hay cierta complicidad entre los protagonistas y los espectadores. Se sabe que todo es parte de un espectáculo y que se espera cierta reacción, pero que nada traspasará el espacio personal de uno ni otro -aunque existen lamentables excepciones-, ni saldrá de la arena, el espacio acordado para esa interacción.
Como mencionaba, la lucha libre también hace uso de dispositivos -la mayorìa delas veces, contra el reglamento-, muy a la manera del performance, para aumentar el dramatismo o incitar al público. Estos pueden ir desde sillas, mesas, tachuelas, engrapadoras, escaleras, clavos, bloques, botes de metal, tabiques y básicamente, cualquier objeto con el que se pueda dañar al contrincante. Esto puede ser de dos maneras, que el uso de estos artículos se vaya dando conforme se desarrolla el evento o previo anuncio de alguna modalidad de lucha libre extrema. No es el propósito de este ensayo ahondar en la definición de esta categoría, sólo mencionaremos que es una modalidad donde el uso de cualquier artefacto es permitido y de cierta manera, obligado.
Hasta aquí, ya podemos ver que el drama, a la manera teatral, es básico para el desarrollo exitoso de un encuentro de Lucha Libre. Pero existe otro elemento reservado para el dramatismo máximo en la lucha libre: la sangre, pero, para ahondar en este dispositivo de drama, debemos mencionar algunas categorías en los encuentros luchisticos.
Tendríamos dos categorías principales: están los que son por el espectáculo, donde lo que está de por medio es la Lucha Libre por la Lucha Libre. Pero además, existen encuentros que agregan un elemento extra a la victoria. Aquí, existen dos elementos principales -más no exclusivos- que pueden ser: un campeonato, un distintivo que avala al luchador como el mejor elemento de una empresa dentro de cierta categoría que puede ser por peso, por trayectoria, por estilo o por alguno que el evento o la empresa decida. El otro elemento es la cabellera o la máscara de un luchador, siendo esas dos las preseas máximas a las que se puede aspirar como luchador profesional, ya que es algo que se conserva a lo largo de la vida luchística y natural, aunque, si tuviéramos que poner uno sobre otro, el de mayor valor es la máscara, ya que -a decir de muchos luchadores- la cabellera crece de nuevo, una máscara jamás.
Aquí es preciso recordar que la lucha libre es una profesión, y como tal, los luchadores reciben una remuneración económica -en el mejor de los casos-, pero, para fines de este ensayo, dejaremos ese valor como algo de facto, y nos enfocaremos únicamente en el valor simbólico de estos actos.
Es en estos encuentros de apuestas precisamente -máscara o cabellera-, donde la sangre juega un papel primordial como un dispositivo de drama. Si ya establecimos que esta es la presea máxima -la máscara del contrincante- entonces, el costo por obtenerla debe de ser de igual valor. En estas luchas de apuestas, de nuevo, el público sabe que va a obtener, y de alguna manera, es lo que el luchador está obligado a ofrecer: su propia sangre.
Es aquí donde el espectáculo toma otras formas y se convierte en un drama total. El público se olvida que está viendo un espectáculo para, ahora, ser parte del drama, para sufrir junto con el gladiador. La esperanza está en que triunfe el mejor y no el que haga trampa. Aquí, los sucesos se convierten en catarsis de emociones, el corazón se detiene cuando uno de los dos gladiadores está por rendir su último aliento: ¡Uno! ¡Dos!… Solamente dos palmadas, que no son suficientes para que alguno se levante como vencedor. Recuperamos el aliento. Podemos oler la sangre. Vienen los gritos de apoyo al favorito, cualquiera que este sea. En algunos momentos, reclamamos el final, que la tortura acabe. Luchadores bañados -literalmente- en sangre, esto es lo que anuncia que el final, para alguno de los dos, se acerca. Ya no se puede ofrecer más al público, llegamos a el sacrificio máximo. Ya se otorgó un espectáculo luchistico, ya se dio la interacción con el público, ya se ofreció la propia sangre, ir más allá tendría consecuencias mortales.
El vencido llora. Pero esto no es parte de un guión, el sufrimiento es real. Se llega a apreciar la máscara y la identidad que esta nos aporta como a un amigo cercano, como a un hermano, como a otro yo. Estamos asistiendo a su despedida, y como tal, sufrimos juntos, sufre el gladiador y sufre el público, y en la ideal de las situaciones, cuando ese happening se da de manera correcta, al sufrimiento se le agrega el gozo de presenciar una acción de ese calibre.
Se dejó todo por el bien del espectáculo. En estos momentos sublimes, la inmersión del espectador es total. Se aplaude y se reconoce por igual al vencedor y al vencido y nos quedamos con la experiencia vivida. Hemos presenciado la eterna lucha del bien y el mal, pero no sabemos quién de los dos salió victorioso, aquí ya no hay diferencias, la sangre las transformó y las hizo algo más, las elevó. Uno de los dos se despoja de su incógnita. Deja el personaje para dar paso a la persona. El héroe de carne y hueso entrega la vida a las manos de su ejecutor. Ahora, él tiene un nombre propio, ya es una persona, ya no es más un ser mítico, es uno como nosotros.
Aquí, la rivalidad ya es cosa del pasado, hermanados en sangre, ambos se muestran el respeto ganado a pulso, se abrazan, lloran y el espectador, sin importar quién fue, es, o será su favorito, llora con ellos.
Ahora, todos podemos ir en paz, esta acción ha terminado.